sábado, 21 de noviembre de 2015

Historias de un internado de verano

Durante el largo verano de 2014 pasé dos meses interno en un colegio -cuyo nombre no quiero mencionar- debido a mis seis asignaturas pendientes en segundo de bachillerato. A mi favor diré que andaba despistado y tras esos dos meses de trabajo pude recuperarlas todas, pasar selectividad y entrar en la universidad. Salió de mí ingresar como interno; mis padres en ningún momento me obligaron. Yo sabía que era la única opción para pasar a la universidad sin haber repetido curso nunca. Allí se estudiaba, sí, pero para aprobar tenías que querer hacerlo. No todos estaban allí por voluntad propia ni con el ánimo de estudiar, y varios no llegaron al último día de clases, bien fueran expulsados o desertores.

Salíamos los viernes y entrábamos los domingos. Había días duros y días como el pan de hace una semana. Muchas veces lo único que podía pensar uno era agujerear la pared a puñetazos. Al terminar las clases -que al ser pocos estaban muy controladas-, comíamos, hacíamos una pausa y luego íbamos a la sala de estudio dos o tres horas, si no me equivoco. En esa sala no se podía comer, hablar, mascar chicle o dormir. Los móviles no estaban permitidos hasta que llegábamos a nuestras habitaciones. Tampoco se podían llevar camisetas, sudaderas, camisas, vaqueros, bambas o deportivas durante las clases. Solo náuticos/castellanos combinados con un pantalón beige y un polo sin dibujos, relieves ni marcas. Fumar suponía la expulsión temporal o permanente, según lo fumado y la repetición del delito. Había horas muy concretas para levantarse, desayunar, comer, cenar, entrar en el cuarto y apagar la luz. Yo, por obra y gracia de mis progenitores (que no les culpo), no tenía móvil ni antes ni después de las clases, y estaba incomunicado con el mundo exterior salvo esas veces que revisaba twitter desde algún ordenador.

Ante la rigidez impuesta cabía esperar que saliésemos de allí con el cerebro lavado. Lo cierto es que mi estancia en el internado fue lo que me hizo aprobar, y estoy muy agradecido por eso. Y además considero que esos dos meses me aportaron bastante experiencias que me han sido útiles a nivel personal.

El día que llegué vi claramente que aquello no era Hogwarts. No había escaleras móviles, cuadros que hablasen, torreones antiguos o comedores con velas flotantes. Tampoco había 'matones' que quitasen el desayuno a los más débiles. Era un colegio medianamente normal que contaba las estancias necesarias para que pudieran comer y dormir los alumnos. Nosotros, quitando que no estudiabábamos una mierda, éramos personas medianamente normales y respetables, salvo contadas excepciones.

Tras las clases, los más sanos liberaban estrés en la cancha de baloncesto o de fútbol. Los menos, buscaban mil y una maneras ingeniosas para fumar pasando inadvertidos. El problema era el pestazo. La primera semana unos probaron a fumar en sus habitaciones de noche cerrando con llave, pero pillaron a varios. Nos tenían prohibido cerrar con llave a la hora de dormir. Luego hicieron lo mismo sacando medio cuerpo por la ventana para que no oliese. A veces funcionaba, a veces no. Y alguno que otro fue cazado en el intento.
El siguiente proyecto consistía en fumar en las duchas con el agua caliente a tope. Al llenarse todo de vapor, creíamos que no olía, y en el caso de que oliese, no abrirían la ducha para ver quien era el valiente. Pero un día un porro cantó. Cantó 'El Mesías' de Händel y se escuchó por todo el pasillo que daba a las habitaciones. Hubo una investigación exhaustiva que no dio con el culpable.
Una noche decidí bajar al patio a través de mi ventana y pude dar un paseo por el colegio de noche sin que nadie advirtiese mi ausencia. Todavía recuerdo la cara de sorpresa de un colega cuando apareció mi cabeza por su ventana. A partir de esa noche comencé a colar gente a través de mi habitación para que pudiéramos bajar al patio o quedarnos en un pequeño tejado accesible desde la ventana también. Me siento orgulloso de que los supervisores nunca supiesen de las escapadas nocturnas.

Durante esos días, todos tratábamos de buscar algo que nos llenase tras tantas horas atendiendo a explicaciones, resumiendo páginas y resolviendo operaciones matemáticas. Duro fue el día en el que me quitaron mi pistola de airsoft tras un chivatazo. Era divertido hacer de francotirador desde la ventana...
También, con la ayuda de mi equipo fiel y leal, hicimos que en todos los ordenadores del colegio, al consultar en internet apareciese Nicolas Cage en cada una de las imágenes. Fue divertido hasta que descubrieron que solo funcionaba en Chrome, y no en Firefox.

A 'mini-lepe' le quitábamos los zapatos todos los días y yo era el encargado de ponerlos en alto. Lo hacíamos con cariño y él se lo tomaba con humor. Parecía un crío, pero hablaba de tetas y otros asuntos como si tuviera cuarenta años. Era un personaje curioso.
El 'niño pera' embarcó una pera en el techo del comedor sin darse cuenta. Estaba jugando a tirarla hacia arriba y su reacción al ver que no caía nos alegró el día. Los chavales más chicos eran chistes personificados.

Durante el primer mes veíamos pelis los jueves, creo. Echábamos un buen rato y las pelis eran buenas. El segundo mes no hubo esa suerte.

Cada uno se buscaba la vida como podía. Muchos apenas teníamos dinero para nuestro uso y disfrute. No era un castigo, simplemente no nos lo merecíamos. Para solucionar este asunto, unos vendían cigarros sacando cierto margen; otros, latas de refresco que conseguían en la máquina de una patada estratégica y algunos compartían cosas fumables con los más desfavorecidos a cambio de hacer guardia para que no les pillaran con las manos en la masa. No todo lo que allí se hacía estaba bien, pero no seré yo quien lo juzgue.

Yo gasté catorce euros (todos mis ahorros) en petardos y prácticamente los recuperé vendiendo la mitad. De lo que me quedó, parte lo disfruté y el resto me lo requisaron el último día porque un niño chico explotó uno en el patio antes de las clases. Tardó en hablar lo que tarda uno en volver a quedarse dormido cuando suena el despertador. Al quedar apenas cinco horas de curso, mi 'expulsión' consistió en no entrar a las clases y pasar el día en la silenciosa sala de estudio, en la que si dormías te despertaban y si dibujabas te quitaban el dibujo. Al chico bomba lo tuvieron que recoger sus padres inmediatamente.

No fueron ni buenos ni malos tiempos. Había momentos en los que me dolía el estómago de tanto reírme y no tenía fuerzas para levantarme del suelo, pero no repetiría esos dos meses en la vida. Sin embargo, hubo escenas que no se olvidan y personas a las que echo de menos. A algunas las sigo viendo, a otras no. También hay personas a las que no les guardo ningún cariño, pero tampoco rencor.

Para los que vivieron esto conmigo y ahora me leen, recuerdos del 'celíaco cabrón'.


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