Durante el largo verano de 2014 pasé dos meses interno en un colegio -cuyo nombre no quiero mencionar- debido a mis seis asignaturas pendientes en segundo de bachillerato. A mi favor diré que andaba despistado y tras esos dos meses de trabajo pude recuperarlas todas, pasar selectividad y entrar en la universidad. Salió de mí ingresar como interno; mis padres en ningún momento me obligaron. Yo sabía que era la única opción para pasar a la universidad sin haber repetido curso nunca. Allí se estudiaba, sí, pero para aprobar tenías que querer hacerlo. No todos estaban allí por voluntad propia ni con el ánimo de estudiar, y varios no llegaron al último día de clases, bien fueran expulsados o desertores.
Salíamos los viernes y entrábamos los domingos. Había días duros y días como el pan de hace una semana. Muchas veces lo único que podía pensar uno era agujerear la pared a puñetazos. Al terminar las clases -que al ser pocos estaban muy controladas-, comíamos, hacíamos una pausa y luego íbamos a la sala de estudio dos o tres horas, si no me equivoco. En esa sala no se podía comer, hablar, mascar chicle o dormir. Los móviles no estaban permitidos hasta que llegábamos a nuestras habitaciones. Tampoco se podían llevar camisetas, sudaderas, camisas, vaqueros, bambas o deportivas durante las clases. Solo náuticos/castellanos combinados con un pantalón beige y un polo sin dibujos, relieves ni marcas. Fumar suponía la expulsión temporal o permanente, según lo fumado y la repetición del delito. Había horas muy concretas para levantarse, desayunar, comer, cenar, entrar en el cuarto y apagar la luz. Yo, por obra y gracia de mis progenitores (que no les culpo), no tenía móvil ni antes ni después de las clases, y estaba incomunicado con el mundo exterior salvo esas veces que revisaba twitter desde algún ordenador.