viernes, 14 de agosto de 2015

#operaciónbicicleto II. Monesterio - Mérida

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Era la mañana del tercer día. Salía pues de Monesterio, con cierto retraso en el calendario. Había pasado de actualizarlo y ajustarlo a un día menos, pedalearía más hasta alcanzar el ritmo. Salir de Andalucía me había hecho reafirmarme en que podía llegar a Asturias entero y de buen ánimo. Recuerdo que recogí mis cosas rápido y me fui por si me preguntaban qué había hecho con el gazpacho que había en la nevera. Esa mañana volví a pinchar, y suerte que lo vi al pasar por un taller de camiones, me puse a la sombra a reparar el pinchazo y me ofrecieron ayuda, el manómetro para hinchar la cámara, un grifo y jabón para lavarme las manos (a pesar de que yo usaba los típicos guantes de cocina para manipular los componentes de la bici). Un camionero, ciclista y fundador del club de ciclismo de Santa Marta, si no recuerdo mal, me dio un par de consejos, el primero sobre la técnica para volver a meter la cámara dentro de la cubierta, y el segundo, rellenar las cámaras con líquido antipinchazos. Me recomendó una tienda de un amigo suyo en Almendralejos y me dijo que por diez euros me libraría de pinchazos por una temporada.

Comí en Villafranca de los Barros y fui a saludar después a unos amigos de mis tíos londinenses, que me ofrecieron gazpacho, sandía, una siesta y su casa. Decliné estos dos últimos para llegar a Almendralejos con tiempo para buscar la tienda, y llegar a Torremejía para dormir. Cuando llegué al taller, Raúl (si no me equivoco) estaba hablando con Paco (si no me vuelvo a equivocar), fundador del club ciclista de Santa Marta. "Aquí entra, aquí entra", dijo. Me saludó con la mano y al minuto colgó.
- ¿Líquido antipinchazos?
Desinfló las ruedas, inyectó el líquido en las cámaras y las volvió a inflar sin quitar las alforjas y todo el equipaje que llevaba. Me comentó que Paco le había dicho que aún podía avanzar hasta Mérida, que no estaba a muchos kilómetros y hacía viento a favor. Fuimos al bar de enfrente a cambiar para que me diera la vuelta, y yo volví a emprender mi marcha.
Apenas rodados unos veinticinco minutos, escuché como la rueda de atrás perdía todo el aire de un soplido. Me bajé y observé. El líquido azul antipinchazos sobresalía por los bordes de la cubierta. Me senté y me preparé una mezcla isotónica haciendo tiempo por si a eso le daba por autorrepararse. Un ciclista que pasaba me preguntó si necesitaba algo. Le respondí el típico "estoy bien, gracias", pero paró igualmente. Le expliqué lo que había pasado y me ofreció un bote de espuma repara pinchazos. Le advertí que pensaba que era un reventón y que no serviría de nada, el dijo que eso valía "naymenos", que lo usase igualmente. Se lo agradecí, lo enrosqué en el pitorro y apreté. Comenzó a salir espuma por los lados de la cubierta y confirmé mi hipótesis del reventón. A los cinco minutos empecé a desmontar la rueda y parcheé una de las cámaras pinchadas para sustituirla (las había guardado gracias a mi yo prudente). En efecto, la cámara antigua había reventado (por mucha presión, según creo), y era completamente inservible. Llegó la hora de inflar con la bimba, o "bomba", según dicen por Extremadura. Volvía la pesadilla.
Pasaron un par de ciclistas y me ofrecieron su ayuda a pesar del "estoy bien, gracias". Sacó una bombona pequeña que mágicamente infló la rueda en lo que tardo yo en parpadear recién levantado. Se lo agradecí profundamente de corazón, y ellos prosiguieron su marcha mientras yo montaba el equipaje sobre la bici. Comencé a pedalear sobre el asfalto de nuevo y pasé Torremejía. Eran menos de 20 kilómetros pero el sol caería en una hora y poco. Si iba a buen ritmo llegaba de sobra, y eso dependía del terreno y las pendientes que se me presentasen.
Fue relativamente fácil. Al llegar lo primero que hice fue parar en un Carrefour que vi para conseguir algo rico de cena. Me quedaba poca batería en el móvil y no tenía ni idea de donde iba a dormir. Traté de cargarlo con el cargador solar, y por alguna extraña razón esa vez no me funcionó. Envié un mensaje a mis padres diciendo que estaba en Mérida y que me iba a dormir que estaba muy cansado, apagando el móvil sin dejar opción a respuesta, y reservando el último tirón de batería para una emergencia. Quedaba media hora para que cerrasen, y me cuidaron la bici los de vigilancia mientras hacía la compra. Durante el rato que vagué por los pasillos del hipermercado fui haciéndome la idea de que esa noche dormiría en la calle. Quise comprar un par de cervezas sin gluten, pero solo vendían en pack de seis y estaban calientes, así que las sustituí por yogur de plátano de litro, fresquito. Compré latas de varios tipos, colores y sabores. No tenía ganas de cocinar esa noche.
A las 21:24 salí de allí y pregunté a la primera persona que vi por el anfiteatro romano. Estaba en Emérita Augusta, era una parada obligatoria. De camino a allí fui preguntando por hostales de bajo precio, y nada de lo que me dijeron bajó de 35. Si por algún casual encontraba alojamiento por menos de diez euros, aceptaría sin pensármelo. No fue el caso.
Llegué al anfiteatro, y la entrada eran doce euros. Sería un despropósito pagarlo, así que di un par de vueltas hasta encontrar un buen sitio para observar desde fuera. Había un teatro y se escuchaban voces, música... Me senté en un parque y empecé a picotear hasta llenarme. El yogur fresquito me hizo sentir bien. Llevaba un rato mirando un banco a pocos metros que quedaba completamente a oscuras, pero estaba ocupado. Así pues, me levanté y me alejé del anfiteatro, puesto que estaba en un parque bastante transitado, a pesar de ser de noche, y donde mucha gente paseaba a sus perros. Lo había notado media hora atrás, y ahora no podía posponerlo, necesitaba hacer popó. Podía haber entrado en un bar, pero no conocía la ciudad, no veía nada abierto (ni sabía que hora era) y prefería el silencio de donde me hallaba antes que el bullicio de la gente. Esperé un par de minutos en una calle solitaria. Nadie pasó y declaré oficial el sitio donde plantaría aquel pino.
Tras diez minutos, media hora, o una vagando, encontré el mejor sitio a mi parecer. Un banco en alto, rodeado de césped, cerca de un cruce de dos avenidas, poco transitadas por peatones. Los semáforos para peatones eran de esos que necesitan ser pulsados para activarse, y solo los escuché un par de veces en toda la noche.
Extendí la esterilla aislante, me metí en el saco de dormir aún con el culote y una camiseta, me puse una sudadera y me calé la capucha para dormir de espaldas a la civilización y que nadie me viese la cara. Así da más mal rollo acercarse. La bici estaba apoyada en el mismo banco de tal forma que si alguien la tocaba se caería, y yo lo notaría. Nadie me molestó. De hecho no escuché a nadie en toda la noche. El gran fallo fue, acostumbrado al calor de Sevilla, no prever que refrescaría bastante durante la madrugada y el banco alcanzase temperaturas glaciales en las horas altas de la madrugada. Dormí medianamente bien hasta las 5:42 de la mañana, cuando me levanté y empecé a estirar para no quedarme pegado al banco del frío.
Esperé a que abriesen un bar para tomarme un café calentito y entonar el cuerpo. Decidí descansar esa mañana y esperar a que abriesen una tienda de bicis para agenciarme de un par de cámaras antipinchazos, que según me habían comentado daban mejor resultado que rellenar cámaras viejas y parcheadas con el líquido. También me quería agenciar de un par de bombonas mágicas inflacámaras.

Hablé con mucha gente durante esa mañana y desayuné con dos personas que literalmente no tenían un duro, pero la historia ya continuará otro día...


8:28 de la mañana en Emérita Augusta

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